viernes, marzo 25, 2005

Autodestrucción

Una hermosa parejita cruzaba la florida plazoleta del barrio. A lo lejos se oía el rugir de los motores, asordinado. Y en el horizonte pintaba de naranja las nubes el sol que huía.
Era una postal. Él, delgado, de zapatillas, la abrazaba. Ella se dejaba llevar, como un esquife en dulce ola. Él estiró la mano hacia un costado, como buscando algo.
Y arrancó un gajo a un pequeño árbol, que trabajosamente crecía a un lado del sendero.
La dulzura del amor adolescente se perdió. Las nubes rojizas parecieron ensombrecerse. ¿Cómo era posible que alguien en una situación tan feliz no pudiera darse cuenta de que el árbol es también una criatura que merece ser amada?
Los culpables, seguramente, fueron sus padres. Que no tuvieron tiempo de enseñarle que las plantas son una de las riquezas más grandes con que puede contar una sociedad civilizada.
Como no tienen tiempo, o ganas, de enseñárselo otros padres a miles de niños. Pues todos los días desgajan bárbaramente otros miles de árboles en brote de nuestra castigada Santiago.

 Julio Carreras
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